La fantasía del fin del mundo llevaba implícita la negación de la resurrección de la carne, puesto que los cristianos aseguraban que Dios había modelado a Adán a partir de la tierra, y la tierra y sus elementos serían totalmente destruidos cuando llegara el fin del mundo que nunca llegó (2Pe 3.10-12, Mr 13.31, par.). Los muertos (las almas muertas, no los cuerpos) resucitarían al final del mundo porque para ellos el fin de los tiempos estaba ocurriendo entonces, no miles o millones de años después: el fin de todas las cosas se acerca (1Pe 4.7; 1Jn 2.18). Ellos estaban muertos (Col 3.3, Ro 8.10, Ef 2.5), y podían resucitar por medio del bautismo prescindiendo de la carne, en un proceso suicida que podría llamarse descarnación, y que los cristianos llamaban mortificación. De hecho, ellos, suicidas fanáticos, estaban deseando morir y se sometían a las prisiones (Fi 1.13,22, Col 4.18, Ap 2.10), horribles torturas que se infligían a sí mismos voluntariamente para imitar a Cristo y así mortificar la carne (Ro 8.13, 12.1; 1Co 9.27, 11.1). Haced morir, pues, vuestros miembros terrenales (Col 3.5, lit. vuestros miembros sobre la tierra, mortificate ergo membra vestra, quæ sunt super terram). A esta abierta y delirante incitación al suicido los primeros cristianos la llamaban exhortación al martirio. Nube de mártires (μαρτύρων, Heb 12.1), ellos se sentían oprimidos por el Diablo (He 10.38, Lc 4.18). Y asediados por el pecado, es decir, por el Diablo (Heb 12.1, 1Pe 5.8), que habitaba en la carne (Ro 7.5,14,18,20,25), buscaban librarse a toda costa de la carne, puesto que identificaban a lo terrenal o carnal con lo diabólico (Stg 3.15), aunque muy pocos resistían hasta la sangre, combatiendo contra el pecado (Heb 10.32; 12.4). |
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