Las mujeres estén sometidas a sus propios hombres, como al Señor. Porque el hombre es cabeza de la mujer, como el Cristo cabeza de la Iglesia, y él es salvador del cuerpo. Así que, como la Iglesia está sometida al Cristo, así también las mujeres a sus propios hombres en todo. Los hombres amad a vuestras mujeres, así como el Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla, purificándola por el lavamiento del agua en palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no tuviese mancha o arruga o cosa semejante, sino que fuese santa e irreprochable. Así también los hombres deben amar a sus mujeres, como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer a sí mismo se ama. Porque nadie odió nunca a su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como también el Cristo a la Iglesia. Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos en una carne (Gn 2.24). Este misterio es grande. Pero yo hablo respecto a Cristo y a la Iglesia.
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